Un corazón narcotizado a base de golpes
- María Camila Jiménez
- 18 feb 2019
- 5 Min. de lectura
Un potrero fue el escenario donde Maritzita, como yo le digo por su pequeña estatura, perdió su inocencia y pureza en las manos depravadas del rector de su colegio, un palo de guayabas era el culpable de las marcas en sus piernas por no llegar con la tarea hecha y un rejo trenzado con nudo en la punta es el recuerdo que esta mujer tiene de su padre. “Lo que no me dieron de amor me lo dieron de garrote, garrote fue lo que yo recibí en mi cuerpo”.
Unas manos cansadas de barrer, limpiar y restregar casas ajenas secaban con desgano las lágrimas que caían de sus ojos al recordar que su propio padre fue quien la hizo “vomitar, cagar y mear” del fuetazo que algún día le dio por llegar tarde del colegio y que su madre nunca tuvo con ella una conversación acerca de sexo lo que permitió que a sus trece años se fuera a vivir con aquel que la perjudicó. Las palabras “perra y puta” fueron las únicas palabras que salieron con emoción de la boca de sus padres. Solo madrazos y garrote.
El olor a pescado, yuca y plátano salen a la luz en la memoria de Maritzita cuando recuerda su tierrita; la Isla de Ronda y el viejo bote de su padre fueron testigos de las veces que esta mujer intentó escapar de los maltratos su casa; el río Amazonas más de una vez intentó ahogar su dolor y respiración en sus míticas aguas, y Leticia fue la ciudad que la ayudó a llegar a la capital de cemento, más conocida como Bogotá.
--Yo me abro del parche, yo busco rumbo, esto es una vida de perros. Mi papá también le pegaba a mi mamá, me acuerdo tanto que una vez le dio una garrotera por no tostar bien el café. Fue desde ese día que me hice una promesa, mi marido no va a ser un indio machista de esos que se ven por acá, ¿qué es eso de que le estén pegando a uno?-- su tono de voz se vio afectado por un sentimiento de impotencia, un ceño fruncido brotó en su frente advirtiendo que la historia tan solo acababa de comenzar.
La casa de doña Elvia, la Torre de Fenicia, el apartamento de cinco jóvenes universitarios y unas cuantas casas de narcos fueron el lugar de trabajo de Maritzita durante muchos años; cocinar, lavar y planchar eran su pan de cada día, tan cierto como decir que es lo único que esta mujer de 64 años aprendió a hacer en su vida. Quinto de primaria, esa fue la última vez que cuadernos, libros y esferos con olor a frutas la acompañaron, la pobreza insistió en que una niña de catorce años comenzara a trabajar para sobrevivir a la escasez y en este caso a la ignorancia de sus padres.
-¿Cómo conociste a tu marido?-- lo conocí en una discoteca del 7 de agosto, él estaba de espaldas en la barra ahogando en un vaso de ron añejo el despecho que cargaba por la que en ese entonces era su novia. Creí que consiguiendo marido iba a ganar el cielo pero no, ahí comenzó mi calvario- con esta frase entendí que su padre no había sido el único que golpeó sus entrañas.
--Me casé y tuve tres hijos, mi marido tenía un buen trabajo pero nos daba de comer arroz y papa, nunca se hizo cargo de su casa, los amigos, la rumba y el juego eran más importantes para él. Una vez me cogió a punta de pata, puño y golpe, la escoba fue poquito para él y para rematar el día del bautizo de nuestro bebé llegó con Patricia, su moza de veinte años a la iglesia-- ¡¿Qué?!, no lo podía creer, las humillaciones hacían fila en la vida de Maritza, quede atónita frente a lo que esta mujer contaba con tanta facilidad, era evidente que ya tenía un cayo en su corazón, varios fueron los hombres que convirtieron su corazón de carne en un corazón de piedra.
Cada vez que esta mujer abría su boca para contar su historia se podía sentir como su estómago latía más que su corazón, las emociones que brotaban en sus gestos no eran fruto de su corazón ya anestesiado por el dolor sino de sus entrañas en las que aún quedan algo de fuerza.
Me dispongo a preguntarle más cosas pero la escenografía del lugar donde vive Maritzita capta de inmediato toda mi atención. Un inquilinato de dos pisos con paredes raídas por el subir y bajar de los cientos de trasteos que han pasado por ahí y un baño ya con ganas de agonizar son el punto de atracción, ¡un baño para ocho personas!, Maritzita se ríe con ganas y me dice algo que me deja reflexionando: -No todos tenemos la oportunidad de un baño caliente antes de dormir ni de andar empelota en su propia casa.
Creía que lo más triste ya lo había contado pero me equivoqué, tres hijos, tres penas diferentes.
Una bala rezada, como la conocen los sicarios, fue la que decidió en manos de un matón quitarle la vida a su hijo menor. El 19 de marzo de hace diez años, en el barrio El Claret una bala en la espalda y otra en el corazón sentenciaron al culpable a 45 años de cárcel y a una madre a enterrar su hijo, con tan solo 17 años.
No sólo la muerte forma parte el rompecabezas macabro de esta madre, la droga también hizo estragos en la vida de su hijo mayor. “Mamá, mamá el diablo casi me lleva hoy, yo vi que el cachudo me estaba llevando”, esta fue la primera frase que escuchó apenas llegó a su casa de trabajar. Unos ojos casi escondidos entre sus pupilas y un cuerpo inconsciente de su equilibrio reposaban en un sofá roto que a Maritzita le había costado casi ocho días de trabajo.
Once meses visitando a su segundo hijo en la cárcel terminaron de narcotizar a la fuerza, ahora el corazón no de una mujer sino de una madre.
Ahora entiendo que no sólo el palo de guayabas, el rejo trenzado y los golpes son los que llevaron a Maritzita a beber de la copa rota de la que Alci Acosta tanto canta para embriagar y confundir la memoria de su pasado e intentar construir un futuro en el que las palabras maltrato y pobreza no sean pronunciadas, ahora es posible entender porque esa mujer que viene todos los lunes a mi casa a lavar, planchar y restregar tiene arrugas en su mirada, pude entender que al contar su historia limpió también el alma de sus recuerdos.
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